Las has visto: aquellas madres brillantes que despreocupadamente le preguntan a un Imam sobre el estatus de las madres en el Islam frente a un adolescente reticente. La incomodidad del muchacho, evidente en una sonrisa fingida y en sus ojos distraídos, es muy divertida.
Claramente, él está allí contra su voluntad y en una situación embarazosa. Pero su reacción también puede provenir de saber lo que viene después: el versículo que dice (lo que se interpreta en español) {… ni siquiera les digáis: ¡Uf!} [Corán 17:23], y/o el hadiz que aconseja “quedarse con ella, pues el Paraíso está bajo sus pies” [At-Tirmidhi], y/o las historias de grandes hombres que se mantuvieron obedientes con sus madres a pesar de todo.
Pero, pese a todos estos recordatorios, la obligación de reverenciar a nuestras madres no se registra en todos nosotros. Pretendemos saber todo lo que ellas han hecho por nosotros, pero no captamos por completo lo que esto implica. Es por ello que a menudo escuchamos hijos expresando ideas extrañas como: “nunca pedí nacer” o “me tuvo sólo porque quería ser madre”.
Por absurdas que parezcan estas afirmaciones, encogerse de hombros hacia la madre de uno es un asunto muy serio. No sólo subestima la maternidad, sino más aún, sus motivaciones. El asunto es que los mayores generalmente citan las dificultades que nuestras madres enfrentaron durante los nueve meses en que nos llevaron dentro, los dolores del parto, y el largo curso de nuestra crianza hasta que nos enseñaron cómo hablar y caminar, y lo repiten una y otra vez. Pero casi nadie se enfoca en ese instante en que nuestras madres supieron que estábamos con ellas, o más bien, que ellas estaban “con” nosotros.
Ese mismo instante ha sido dramatizado en tres películas nominadas a premios el año pasado, culminando cada una en que sus protagonistas femeninas llevaros sus respectivos embarazos a buen término. Irónicamente, una cuarta película se hizo sobre las dificultades enfrentadas por dos muchachas cuando el aborto era ilegal en la Rumania comunista. Ganó un prestigioso premio internacional de cine.
Obviamente, las emociones opuestas de mujeres que descubren que han concebido hacen una buena trama de ficción y dan una posibilidad real de aclamación. Pero todavía la catarsis que tales sentimientos desoladores se atreven a inculcar en sus espectadores no es tan dolorosa como la realidad.
La mayoría de nosotros da por hecho que nuestras madres estaban emocionadas cuando descubrieron que estábamos en camino, ¡o por lo menos deberían haberlo estado! Después de todo, la ética del Islam sobre la santidad de la vida prohíbe el aborto debido a razones muy de peso, en especial después del cuarto mes de gestación.
Así que nacer es un derecho que Dios nos da. Es cierto. El aborto está mal. Pero entonces, hacemos muchas acciones muy cuestionables en nuestra vida diaria.
Considera la posibilidad de que nuestras madres se encuentran entre aquellas que subestiman ese pecado abominable, tanto como nosotros subestimamos el grave delito de la desobediencia a los padres. ¿Y si lo hubiera hecho “sólo esta vez” en un momento de debilidad abrumadora? ¿Dónde estaríamos nosotros entonces?
El embarazo y la maternidad son un enigma para la mayoría de los jóvenes. Pensamos que conocemos a las madres, pero, ¿podemos explicar el amor por un bultito en sus cuerpos que las lleva a una decisión que altera sus vidas? ¿Podemos apreciar que, mucho antes que sacrificaran tanto por un futuro incierto con una persona indefinida, nuestras madres tomaron conscientemente la decisión de enfrentar un dolor inevitable, y luego pasaron por esta prueba muchas otras veces? ¿Y qué riesgos y angustias representamos para ellas en sus vidas después de este triple sufrimiento? Ellas están dispuestas incluso a cargar su responsabilidad para con nosotros en la otra vida, destinadas como nosotros a enfrentar la rendición de cuentas con Al-lah por la posible participación en los delitos de aquellos que están bajo nuestro cuidado.
¿Por qué uno haría todo esto? En realidad, algunos no lo hacen, es por ello que no pocas mujeres musulmanas se quebrantan cuando saben que están embarazadas, o llegan a ver a las nuevas almas dentro de ellas como “accidentes”. Esta, sin embargo, es una pregunta que nosotras las jóvenes no podremos responder hasta que no enfrentemos ese mismo momento de verdad, como lo hicieron nuestras madres antes que nosotros.
Parece que el derecho de la madre al estatus elevado no sólo deriva del amor y la paciencia que vemos en su trato hacia nosotros cada día. Deriva estrechamente de un minuto del que nunca fuimos testigos, un momento de claridad en el que ellas decidieron querernos, sin barreras. Ella sabía que su decisión implicaría debilidad y trabajo duro, desde la concepción, al parto, a la crianza de los hijos, y a los años por venir, incluso la posibilidad de enfrentarse a la pérdida catastrófica. Y sin embargo ella siguió adelante a pesar de todo. De modo que, incluso si escalamos las alturas del amor y la gratitud permanentes que el Corán establece como obligatorios en un intento por saldar parte siquiera de la deuda de un hijo hacia su madre, aún nos queda otro favor por el que nunca estaremos lo suficientemente agradecidos con ella. No hay más que apenas una astilla de agradecimiento que, quizás, podemos ofrecerle: Quererla para siempre, por el resto de nuestras vidas, del mismo modo que hizo ella con nosotros en ese día definitivo. Dice el Corán (lo que se interpreta en español): {¡Oh, Señor mío! Haz que sepa agradecerte los favores que nos has concedido, tanto a mí como a mis padres, y que pueda realizar obras buenas que Te complazcan, y concédeme una descendencia [creyente y] bondadosa. Ciertamente me arrepiento [de mis pecados] y me someto a Ti.} [Corán 46:15]