“Si la grandeza del propósito, la escases de los medios y lo asombroso de los resultados son los tres criterios del genio humano, ¿quién podría atreverse a comprar a cualquier gran hombre de la historia moderna con Muhammad? Los hombres más famosos solo crearon ejércitos, leyes e imperios. Ellos fundaron no más que poderes materiales que a menudo se desmoronaron frente a sus ojos. Este hombre movió no solo ejércitos, legislaciones, imperios, personas y dinastías, sino millones de hombres en un tercio del mundo habitado de entonces; y, más que eso, él removió los altares, los dioses, las religiones, las ideas, las creencias y las almas… La moderación en la victoria, su ambición, la cual estaba enteramente dedicada a una idea y de ninguna manera esforzándose por un imperio; sus oraciones sin fin, sus conversaciones místicas con Dios, su muerte y su triunfo después de la muerte; todas estas cosas atestiguan no a un impostor sino a una firme convicción que le dio el poder de para restaurar un dogma. Este dogma tenía dos aspectos: la unicidad de Dios y la inmaterialidad de Dios. El primero diciendo lo que Dios es, el segundo diciendo lo que Dios no es; el primero destronando a falsos dioses con la espada, el otro comenzando una idea con palabras”.